Mientras ella lo hacía yo miraba fijamente por la ventana. Las luces de los motorizados, raudas, podían develar mi silueta a todo transeúnte curioso o cualquier agente de la moral pública. La noche había llegado, endureciendo el anonimato del vehículo, uno en un millón en esta ciudad pistón. Se había esmerado, es verdad; me costaba entender a esa india con nalgas de negra. En los chocolates o en los yogures, más tarde, su sonrisa se hizo delicada, toda elegancia. Eran los nuevos aires del centro, nueva pubertad y un señor emblemático bailando la salsa.
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